Entre el último maratón y la cadena haciendo ruido no pasaron ni siquiera 24 horas. En rigor, todavía siento sed, las piernas entumecidas y los pies al límite de la explosión. Si veo hacia los costados sin prestar demasiada atención, creo que todos me siguen pasando. Es la cruz de no poder descifrar los qué, por qué y para qué. A pesar del sueño, los próximos días esas preguntas me levantaran entre las tres y las cuatro de la mañana.
Sin embargo, al ritmo del pedal de la bicicleta, todo está empezando de nuevo.
Ciertamente, quisiera hacerlo corriendo, pero no me entran del todo bien las zapatillas.
No hay horma para las ampollas, ni excusas para los pies inquietos. Por esa razón
vuelvo a empezar con -sólo- 120 minutos de bicicleta.
La antinomia razonabilidad/inquietud:
El maratón dividió antinómicamente el mundo, colocando a los racionalistas de
un lado y a los inquietos del otro. El cisma es tan sutil como elegante. A veces se
esconde en preguntas entonadas con preocupación, aunque en ocasiones puede llegar al resguardo de una anécdota que trasluce orgullo. Independientemente de cual sea su uniforme, atraviesa el mundo forzando la elección de una determinada postura.
Hay quienes elijen la de las matemáticas, la del borde filoso de los cuadrados.
Generalmente, son los médicos, los entrenadores, los familiares, los rostros
desfigurados y los análisis de sangre. En su círculo siempre da vueltas el paradigma del cansancio en relación a los desvaríos del clima (frío, calor, viento o lluvia) y de la hora (tarde o temprano). Por desgracia, en un alto porcentaje de veces tienen razón.
En la vereda opuesta, los que se inclinan a la dinámica y al movimiento. La
inmensa mayoría marchan saludando alegres, pero también están los que se dirigen con suma concentración. Las preocupaciones más fuertes de esta vereda giran en torno a la sucesión de Usaint Bolt o a la posibilidad de que Eliud Kipchoge aniquile las ansias de perpetuidad de Dennis Kipruto Kimetto. Todo lo demás son tensiones que oscilan entre angustias y raptos de euforia.
Personalmente, otra vez navego en el desconcierto. Sucede que los que levantan
la bandera de la razón no quieren marcarme el norte, pues se supone debería estar
descansando. Eso tendría que ver con los asuntos vinculados a la recuperación.
Cuestiones de otra vereda sin duda. Yo sólo quiero volver a estar al borde de un
kilómetro, aunque sea en un mundo que se ha partido en racionalistas e inquietos.
Pesas, fondos y pasadas:
Tras quince días de actividades físicas que sólo generan incertidumbre los polos
comienzan a convivir de nuevo. Efectivamente, el Caballo de Troya de la salud ha
cruzado de vereda. Logra imponerse la necesidad de darle un marco de suficiente
razonabilidad a los riesgos. Es imposible, pero se llama entrenamiento.
En el nuevo intento las pesas tienen un papel realmente importante. Cuando el
estirón me pegó mi espalda no estaba preparada. De ahí que mis discos no crecieron
todo lo que hacía falta. Así las cosas, en el intento de romper marcas, rompí esos discos inmaduros. De ese modo, a no ser keniata sumé las malas condiciones de mi espalda. Desde entonces mi cruz es el gimnasio. Lugar incómodo para un gordito, sobre todo si los únicos cuadrados que tenés son los del cubo Rubik. No obstante, ese espacio de espejos inquisidores igualmente sirve para aprender. La lógica de las series y las repeticiones convence de que el devenir pasa por estar constantemente volviendo a empezar. Inexorablemente, un día esa convicción se torna insoportable. La duda viene metódica y lo natural es salir corriendo. Lo único importante en ese momento es hacerlo a un ritmo estable y constante. La actividad que se realiza de esa forma se escribe “fondo”, pero se pronuncia “no pares”. El ejercicio consiste en ir y no volver por un largo rato. Parece violentar la dialéctica de los retornos perpetuos, pero en el marco de la duda empiezan a venir kilómetros que acaban en un mismo tiempo. Tras idéntica cantidad de minutos comienza un nuevo kilómetro. En semejante contexto, eso que está iniciando una y otra vez, en realidad, está renaciendo. Entre parto y parto se acomoda la esperanza, mandando cualquier duda al fondo.
Ahora bien, haber dudado tiene su precio. Es que un maratón sólo puede
enfrentarse afirmado en una convicción inquebrantable que se conoce como resistencia y que es incompatible con cualquier tipo de duda. Para construir tal convicción y desterrar las pecaminosas dudas están las pasadas. La primera rápida, la segunda moderada y la tercera muy rápida. Así numerosas veces hasta construir un ciclo que luego pueda repetirse de igual modo. En ese contexto, la frecuencia cardíaca necesariamente sube, debiendo luego bajar lo suficiente como para elevarse de nuevo más tarde. Con esa mecánica, específicamente el corazón se acostumbra a volver a arrancar. En apariencia es bueno, pero la sensación que produce la alquimia de taquicardia con falta de oxígeno no es para nada placentera. El precio de haber dudado se paga rigurosamente haciendo pasadas.
Hasta aquí sólo el principio. Por delante esperan mínimamente dos estaciones,
muchísimos contratiempos con el calor, el frio o la humedad, basuras que entran en los ojos y comentarios que ponen en crisis la sanidad de mi juicio. A todo ello, con cariño, pesas, fondos y pasadas.
42 kilómetros, 195 metros:
Amanece que no es poco o, más bien, que es mucho; sobre todo si se tiene en
cuenta que los últimos meses el límite se corrió todos los días. Los gurúes de la
relativización intentaron reducir ese día a la administrativa tarea de retirar una medalla.
Si de eso se tratara, correrían todos los oficinistas. Desde la perspectiva inquieta de la
vida, la carrera tiene por fin y efecto despojarse, no hacerse de algo. Quizás por eso se
puede alcanzar la meta antes de llegar.
Pero como en la sociedad de los opinadores más exitosos del mundo perder nos
envuelve de pánico, el día arranca lleno de paradojas atravesadas por el miedo. Si bien
el desayuno es imprescindible, el terror anudó su vía de ingreso. No se condice con la
imperiosa necesidad de hidratarse, mas ni el agua puede pasar. Es difícil de entender y transmitir, pero todo lo ansiado y lo esperado padece una crisis terminal antes de partir.
Dar a luz un primer paso no es sencillo cuando deben seguirle otros miles iguales.
Igualmente, a ese punto la inercia ya es irrefrenable. A pesar de todo, una nueva
carrera ha empezado. El instante tiene la euforia de la primera travesura. Y no importa
si técnicamente no es la primera, porque al haber nacido de nuevo es absolutamente
desconocida. Ante el resplandor, la experiencia es una guía de la cual habrá que
desconfiar.
No resulta preciso avanzar demasiado para averiguar que la carrera va en serio.
A la euforia le nació un hijo ingrato apodado preocupación. El silencio gana más
territorio que los pies. Fueron meses entrenando en la vereda de los inquietos, pero
conforme avanza la batalla no existe posibilidad alguna de detener los cálculos
mentales. Una ecuación se reitera fastidiosamente. Versa sobre la proyección del ritmo en el tiempo que resta para alcanzar el arco de llegada. La única alternativa es darle una afectuosa bienvenida a la ansiedad que llega a tu vida para quedarse.
Los kilómetros siguen uno tras otro hasta llegar a mitad a carrera. Ven la luz sinninguna culpa por sus antepasados y por sus herederos. Son irresponsables. En esas
circunstancias los pensamientos no son el mejor aliento. Todo lo contrario. La verdad es que resta muchísimo sufrimiento por delante y los que van a ganar ya ganaron. Es decir que cuando el sol todavía esté castigando la visera, otros ya bañados estarán festejando con sus afectos. Del bache se sale volviendo al principio. Lo que se impone es largar una nueva carrera de 21 kilómetros.
Haber partido otra vez de cero nos coloca en el kilómetro 30: el muro. La ficción
pudo engañar a la mente, pero no a las piernas. La reserva de glucógeno está agotada. No hay más nafta y el camino de regreso a casa habrá que atravesarlo quemando carbón. Ese cambio de combustible comprime el pecho, angustia. Para materializar el sueño, además de volver a empezar, uno debe convertirse en un sobreviviente. Sin ese salto la meta es una utopía, porque sólo la perspectiva del sobreviviente es capaz de enseñarnos esas pequeñas esperanzas que nos aferran a la vida. En efecto, desde una óptica macro una golondrina no hace verano; pero en clave de sobrevivir un paso, un trago de agua o un pequeño aliento es todo lo que hace falta para terminar la carrera. En lo que queda nada más importa que abrazar las esperanzas, aunque sean sumamente pequeñas o estúpidas.
Cuando los aplausos se escuchan más fuerte significa que la labor está casi
cumplida. Se puede empezar a disfrutar. Creo que así se escribe: d i s f r u t a r. Todo es muy breve en ese estadio, apenas cruzo la línea y levanto los brazos, los hombros se encargan de recordarme lo muy duro que ha sido todo este tiempo. ¿Entonces no valió la pena? Si, por supuesto. Aunque sólo para quien sabe amar la trama más que el
desenlace.
El maratón es una disciplina que sólo se termina si se vuelve a empezar una y
otra vez hasta llegar a 42 kilómetros, 195 metros.
120 minutos de bicicleta:
Entre el último maratón y la cadena haciendo ruido no pasaron ni siquiera 24
horas…
Ignacio Neme Scheij, inquieto.